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Comentario a una reseña

Acaba de aparecer una reseña de mi libro La cara oscura del capital erótico. Capitalización del cuerpo y trastornos alimentarios (Madrid, Akal, 2016) en la Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría (nº 17, 2017, pp. 209-213). Quiero destacar del trabajo de Álvaro Múzquiz Jiménez cuatro aspectos que tienen el mayor interés, al menos para mí, pues ya hace casi veinte años que escribo sobre filosofía y sociología de los problemas psicológicos. 
a) El autor insiste en señalar si creo que los trastornos alimentarios tienen o no realidad autónoma; si soy, pues, un anorexólogo que promueve una categoría específica de gestión de lo real: es decir, me reprocha más o menos formar parte de un campo que en un libro anterior intenté objetivar (al respecto se dicen cosas también en este). Me sorprende ser a la vez agente de un análisis y que la reseña me convierta, sin más, en objeto del mismo. Que el capitulo tres plantee las cosas de otra manera —a través de la teoría de Ian Hacking— no parece registrarse. Tampoco, aunque sobre eso también he hablado, la particularidad del tratamiento que hago de los trastornos alimentarios. Al considerarlos como ruptura de los hábitos corporales compartidos —alimentación, ejercicio, medicación, cuidado corporal— son categorizados dentro de umbrales de sensibilidad diferentes. Lo que en un lugar es ser una anorexia en otro es cuidarse para no ser obesa; esos umbrales remiten a patrones de legitimidad sobre qué es cuidarse, o qué es un cuerpo sano, modulados de modo distinto en variados puntos del espacio social. Lo que es una desviación indicio de patología en otro marco puede ser interpretado como una corrección inofensiva. Efectivamente, los trastornos alimentarios existen, y el debate en torno a ellos forma parte de sus condiciones de existencia (aunque no es la única condición: véase el capítulo tres). Tal vez desaparezcan y explico el porqué. No sé si esta posición me sitúa en el campo de los anorexólogos, categoría que expresa conflictos por definición de las enfermedades y control de los mercados que no son los míos; no porque los desprecie, sino porque las pautas que utilizo para definir la normalidad corporal son otras —de hecho la reseña las expone al comienzo de manera generosa—. Es cierto no estoy en el nihilismo sobre la construcción social —algo que luce mucho en los ambientes de Letras y creo que también en cierto radical chic psiquiátrico. Al respecto remito, para quien tenga interés sobre mi posición epistemológica, a los tres primeros capítulos y la conclusión de Moral corporal, trastornos alimentarios y clase social (Madrid, CIS, 2010) 
Siempre en la cuestión epistemológica, y referido a las causalidades, el autor de la reseña me presenta como un partidario de una suerte causalidades paralelas, resultado de una especie de acuerdo de Yalta epistemológico de separación de esferas (una para los médicos, otra para los psicólogos… y yo, que no doy más de sí, me acojo a la que me dejan). La reseña lo relaciona, no muy claramente, con la discusión sobre el lugar de la sociología en el campo de los expertos, es decir, en el intento de reconstruir las condiciones institucionales de mi trabajo que abordo en el apéndice metodológico de mi libro. Un intento de reflexividad concreta, donde en lugar de hablar de todos los autores en los que podría ampararme, intento dilucidar procesos de inserción concreta en un trabajo de campo, arriesgándome a mostrar lo que tiene de normal (y que por tanto se esconde), se vuelve un instrumento para objetivarme: soy el sociólogo que asume lo que le dejan los demás. ¡Eso me pasa por promover una epistemología realista, con lo bien que queda uno comenzando su trabajo con un panteón de filósofos de la ciencia ilustres!
En fin, aclaro: no soy tan limitado; precisamente porque intento, seguro que mal, objetivar las condiciones de mi trabajo. Pero es que además uno tiene sus lecturas y nadie que haya leído a Merleau-Ponty puede compartir esa idea: la causalidad psíquica no es un montaje de influencias paralelas y los vínculos causales no se pueden desmadejar uno de otro —el biológico, del psíquico y así hasta el social—. Se encuentran vinculados, y los trastornos alimentarios son, siempre siguiendo a Hacking, entidades o interactivas o híbridas, en las que las diferentes causalidades se anudan y modifican. Creo que desde que existe el nicho ecológico de los trastornos alimentarios, hay una causalidad social específica. Esa causalidad social a veces se introduce en una biológica: indebidamente. Detectar ese biologicismo no conlleva eliminar las dimensiones biológicas que podrían seguir operando en otros conjuntos. El autor me reprocha que no sea suficientemente radical. Muy bien: aclarado el asunto de la diplomacia de las causalidades, ¿qué es lo que habría de deconstruir?
Como puede que tenga que ver con la categoría de trastornos alimentarios, sirva el apunte siguiente. Como explica Ian Hacking los conceptos psiquiátricos son de clases en estrella. Un águila y un gorrión son miembros de la clase de las aves y se parecen poco. Si nos ponemos muy nominalistas con los conceptos alrededor de los trastornos alimentarios reventamos la psiquiatría y las ciencias humanas y nos condenamos a hablar con deícticos. Al respecto me he extendido en “El poder psiquiátrico y la sociología de la enfermedad mental: un balance”, Sociología Histórica, nº 5, 2015, pp. 127-164.
2) Se cuestiona que en las entrevistas no se analiza la subjetividad del individuo y se me reprocha, cómo no, sin decirlo explícitamente, el sociologismo. Cabrían aquí muchas consideraciones, la primera es la diferencia entre una entrevista clínica y una entrevista sociológica, a qué da acceso cada una y cómo sería absurdo pretender con una desmontar la otra. 
Mas yendo a lo del sociologismo, cierto que es un pecado terrible, al que como tantos otros soy propenso. Cierto es que es pecado muy diagnosticado: por ejemplo, el filosofismo —consistente en hacer teorías sobre teorías y poner a autores de guardaespaldas de otros autores... y ello para desbrozar materiales de enorme pobreza empírica— se diagnostica poco, y es algo que en la psiquiatría crítica, a menudo asumida en ciencias humanas, no es inhabitual. 
En un trabajo como el mío, siempre ha de mantenerse, en el tratamiento de las entrevistas, la combinación del cuidado del detalle —sin creerse que uno está haciendo una historia clínica— con la generalización argumentada y, sin duda, sabiendo que hablamos de experiencias donde no podemos razonar como si se controlasen las condiciones iniciales y pudiésemos deslindar perfectamente lo que obedece a un contexto específico o a una dinámica de mayor alcance. Sobre la combinación de ambas exigencias remito al lector al modo en que presento mis entrevistas en el apéndice metodológico: diciendo siempre en qué me apoyo. Es una manera de señalar los puntos frágiles de tu argumentación, de exhibir los protocolos. 
Asumo que siempre se podría criticar si el corpus tiene que ver con lo real y si la teoría que interpreta el corpus era la mejor posible. El autor sugiere que él sacaría más de mis entrevistas. Es una pena que no nos haya ofrecido ejemplos sobre su perspicacia: ¿podrían producirse mejores datos sobre lo real teniendo en cuenta las condiciones institucionales de mi investigación? ¿Y sobre la teoría utilizada? Aunque sobre esto, la reseña denota también cierto disgusto. Veámoslo.
3) El autor critica, de manera algo elíptica, mi utilización del concepto de capital en Marx y me da unas lecciones de filosofía del lenguaje. Uno siempre las agradece, aunque ya me las sabía. El asunto es el siguiente: propongo una tesis, históricamente detallada, a partir de tres niveles que articulan el cuerpo como capital y que pueden ser análogos a la unificación de mercados exigida por cualquier concepto de capital, sea o no de Marx (la referencia a Marx me da igual, aunque creo que mi lectura es correcta). Esa tesis permite explicar y poner fechas sobre por qué antes el cuerpo no era capital y por qué puede dejar de serlo. No es escaso riesgo: es mucho, me podría haber escondido, se hace a menudo, con referencias vaporosas al cuerpo, el poder o el fetichismo de la mercancía y que cada uno, como sucede también a menudo, entienda lo que pueda. El reseñador se agarra a un ejemplo —sobre tomates— acerca de la necesidad de valorizar un recurso para que devenga capital. El lector juzgará si el ejemplo del autor de la reseña guarda proporción con lo que se aporta en el capitulo. Una teoría jamás puede pretenderse indiscutible; pero para que la crítica sea algo más que demarcación caprichosa de posiciones habría que decir cuál, entre las alternativas, ofrece mayor poder de explicación teórica de los protocolos disponibles y más calidad heurística.
4) El autor señala que el capítulo sobre las resistencias le parece de menor interés. Sin embargo es en él donde se muestran la inestabilidad, refiriéndola a conflictos específicos, de los procesos de capitalización del cuerpo. También hubiera estado bien detallar las razones sobre si tales conflictos existen o no y si alguien, en ese plano, ha avanzado más. Quiero, sin embargo, destacar algo: en ese capítulo se habla de formas de salida de gestión no psiquiátrica de la desviación —sea esta categorizada como trastornos alimentarios o sean estos síntoma de otra entidad nosológica—.Son tales formas de ruptura de la capitalización las que me llevaron a la elaboración teórica con la que se abre el libro, algo sobre lo que también se interroga la reseña, esta vez lamentándome de mi enemistad con la teoría. Es difícil que un servidor, modesto profesor de filosofía, se enemiste con la teoría, aunque sí me disguste la exhibición teórica gratuita.

Fue por ese capítulo por el que empecé a escribir y por el que cobra sentido parte de lo que se dice en los primeros. Es fácil comprobarlo si se ve que una versión de tal capitulo fue la primera parte de la obra que se publica en Dilemata (“Mercado de trabajo y trastornos alimentarios: las condiciones morales y políticas de la resistencia”, Dilemata. Revista internacional de Éticas Aplicadas, nº 12, 2013, pp. 143-169). Que de ese modo intento comprender cuáles con las condiciones sociales de salida de la enfermedad mental, y que tal es una preocupación de hace tiempo, puede comprobarse leyendo las páginas 254-256 de Moral corporal, trastornos alimentarios y clase social. Obviamente ninguna teoría deriva solo de la empiria. En ese aspecto solo puedo dar la razón al autor de la reseña. Aunque insisto; la teoría se vincula con bastante más que la utilización del IMC como indicador de capitalización, algo que sin más no diría nada.

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