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Los pueblos de los populismos


¿Dónde se encuentra el pueblo que convocan los populismos? ¿Qué propiedades tiene? ¿Pueden éstas ser representadas por programas y fórmulas políticas diferentes y hasta antagónicas? Articulando sociología electoral y reflexión filosófica, Eric Fassin responde a las tres preguntas en este breve ensayo titulado Populisme: le grand ressentiment (Textuel, 2017).

Para la primera pregunta, Eric Fassin analiza el electorado de Donald Trump o al de Marine Le Pen. En el caso de Frente Nacional francés, el voto popular procede de un voto obrero tradicionalmente de derecha o de nuevos obreros que jamás fueron de izquierdas. Trump, por su parte, no recoge el voto de los más pobres, aunque reclute electores entre las fracciones de la clase obrera blanca; lo fundamental, sin embargo, es un voto globalmente minoritario, tendencialmente masculino y blanco, con fuerte componente religioso y que capta mejor a las personas con escaso nivel educativo. Pero los más pobres no votaron a Trump; y sobre todo quedan amplias fracciones —mayoritarias— de las clases trabajadoras enfrentadas al candidato derechista. Y, fundamentalmente, quedan la mayoría de las clases populares, de cualquier etnia, que se encuentran habitando el pueblo abstencionista. El voto popular no se encuentra en el populismo, aunque este retenga un porcentaje más o menos significativo.

Pasemos a la segunda respuesta. En este punto, Éric Fassin critica a Laclau/Mouffe (cuya obra, muy estimable, creo que se presta a varias lecturas) que se han convertido en referentes de La France Insoumise. La idea de construir un pueblo olvida que este no existe, ni existió, en singular, y que el campo de los dominados se encuentra atravesado de conflictos, igual de relevantes como el que podemos imaginar que los confronta a los dominantes. Entre ese pueblo, y las elites a las que vota, existe un profundo isomorfismo: el resentimiento cultural. En este punto, Éric Fassin retoma un análisis que puede encontrarse uno en diversos autores. La tesis, en conjunto, diría lo siguiente: las clases dominantes, otrora necesitadas de legitimación cultural, han ido progresivamente plebeyizándose y perdiendo la autodignidad que proporcionaba el capital cultural. Éric Fassin no desarrolla el análisis, que exigiría un estudio de los consumos culturales entre fracciones de las elites, pero ciertamente el argumento es plausible. No en vano, creo que tiene ilustres precedentes. Entre mis lecturas, lo detecto en Ortega y Gasset —véase la teoría del “señorito satisfecho” en La rebelión de las masas—, Perry Anderson (Los orígenes de la postmodernidad), Cornelius Castoriadis (fundamentalmente en su pesimista obra final), Guy Debord (Comentarios sobre la sociedad del espectáculo) o, inspirándose en este —quien seguro se inspira en Castoriadis—, Anselm Jappe. Bien: serían esas elites encanalladas las que encontrarían una solidaridad entre fracciones del pueblo, solidaridad representada con el odio al burgués bohemio, al hipster, al intelectual y a otros prototipos del bestiario conservador. Tal es el bloque del resentimiento que se opone pues a una fracción de las elites —los distinguidos de izquierda, el polo más feminizado de las clases dominantes— y a otra fracción del pueblo —los aprovechados, los inmigrantes…

Y llegamos a la tercera respuesta. Inspirándose en la antropología de Frédéric Lordon o en el estudio de Arlie Russell Hochschild, Éric Fassin considera que ese pueblo se apoya en pasiones reaccionarias, difíciles de retraducir en sentido progresista. El autor convoca también a Achille Mbembe y su psicología del trauma racista, para mostrar que hay una posición de dominado que se construye sobre la opresión y la envidia a los dominantes. Nadie representa mejor ese fenómeno que Houellebecq, a quien Fassin ha dedicado ensayos que nunca recomendaría lo suficiente.

Y, sin embargo, es en este último punto donde me cuesta seguirlo. En el primero, es evidente que lleva razón: el pueblo no vota a los populismos; más bien los empresarios intelectuales del populismo se inventan un pueblo conservador y maleable —obviando al pueblo abstencionista y al que vota a la izquierda. En el segundo, se trata de un tema abierto al análisis, pero que tiene ilustres precedentes. En el tercero, donde soy más crítico, hay un punto en el que estoy de acuerdo: ocupar una posición dominada en un plano no implica ocuparla en todos, y la justicia que asiste en aquel no conlleva disculpar la injusticia producida en los demás. Los de abajo jamás están solo abajo —en ciertos planos se encuentra arriba y pueden convertir a estos en los criterios de su identidad política.

Sin embargo, no creo que una antropología de pasiones estancadas convenga filosóficamente para describir los datos de las ciencias sociales. En el fondo, y dado que somos individuos plurales, las pasiones se mueven entre la alternancia de identidades y de criterios de justicia, o en reacciones ambivalentes ante los representantes de la dominación (tales ideas proceden de Jean-Claude Passeron). Por decirlo con un estudio propio, tal me parece que explica la posición de las empleadas de tiendas de moda ante las exigencias estéticas. Pueden ser objetivamente explotadoras mas proporcionan recursos que permiten obtener ventajas en múltiples situaciones. Las protagonistas alternan el orgullo con la rabia dependiendo de balances globales que varían en momentos distintos de su biografía. 

Esa lógica de los pequeños capitales nos explica —sin necesidad de recurrir a pasiones esenciales— qué comunica a los dominados con fracciones de las elites: las empleadas de tiendas de moda se encuentran cercanas —en ciertos planos— a las fracciones de las clases dominantes que exhiben el lujo; en otros, son proletariado mal pagado y precario. 

Salvando este punto, comparto las conclusiones políticas del ensayo de Fassin: el pueblo es complejo y siempre hubo y habrá pueblo muy de derechas; la izquierda debe buscar sus referencias en la abstención, donde hastiadas del espectáculo político se aparca un contingente cuantioso de las clases populares. Es verdad que para ganárselas habría que comenzar por no reproducir ese espectáculo, al menos en lo que tiene de más endogámicamente ridículo; pero eso ya nos llevaría muy lejos. 

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