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Edipo Rey y el cepillo a contrapelo



En esta clase intentaré vincular Edipo Rey con los dilemas de la democracia ateniense. Para lo cual dividiré nuestra conversación en dos preguntas. ¿Cómo sabemos que Edipo, rey de Tebas, nos habla de Atenas donde no existe rey —aunque un arconte basileus se encargaba de funciones religiosas—? Segunda pregunta: ¿y cuál es el mensaje que puede derivarse sobre la democracia? ¿Ese mensaje sirve sólo para aquella democracia o, con mil precauciones, puede seguir valiendo para la nuestra? Antes de seguir recuerdo en qué sentido utilizo el término democracia. Lo empleo en el sentido polémico que le daban sus enemigos es el poder del pueblo, el poder de los más, un término, como ha explicado Luciano Canfora, insultante, tanto como si lo empleásemos significando régimen del pueblo o, ya exagerando, dictadura de los pobres, de la masa. Hablar de democracia sirve también como referente de las luchas de liberación.
Me apoyo en el segundo capítulo del libro de Bernard Knox Oedipus at Thebes. Sophocle’s Tragic Hero and His Time (Yale University Press, 1957). Esta obra, como cualquiera puede someterse a crítica, aunque su impacto es innegable. Para los interesados en el debate recomiendo el estupendo libro de Rocío Orsi, El saber del error. Filosofía y tragedia en Sófocles (Plaza y Valdés, 2007), fundamentalmente su capítulo VI. No diré por tanto que las interpretaciones de Knox son las justas, afirmación que no tiene sentido alguno tratándose de una tragedia. Consideraré que son plausibles porque se fundan en una manera cuidadosa de leerla. 
Paso a la primera pregunta: ¿cómo nos habla Edipo Rey, una leyenda localizada en Tebas, de Atenas? Según Knox el título de la obra original es significativa, y es que no por casualidad se titula 
Edipo tirano. El griego "tyrannos" se diferenciaba del más neutral "basileus" (rey). Efectivamente, como los tiranos, Edipo no llega a su lugar por proceder de una familia real (aunque en realidad sí, pero eso no lo sabe). Edipo es un dirigente hecho a sí mismo, tras ganar la partida a la Esfinge y liberar Tebas. No es, como su (desconocido) padre, un rey legítimo. Ciertamente, y en esto Orsi pone la interpretación anterior en sus justos términos, puede considerarse que más que un tirano es un rey legendario, por ejemplo como Ciro, quien no pudo acceder al poder sin conquistarlo pese a que como Edipo fuese legítimo heredero. En cualquier caso, tirano o rey legendario, Edipo accede al poder por sus obras. 
Como el tirano —o el rey legendario—, que no reciben el poder sentados en el trono, sino que deben hacerse a sí mismos, Edipo es un servidor del pueblo, alguien que no desea ocultarle sus debates. Su choque, con el ciego Tiresias y con Creonte, lo muestra enfrentados a personajes con poderes especiales, adquiridos vía religiosa (caso de Tiresias) o, en el de Creonte, vía cortesana. Tirano o rey legendario, Edipo escucha a —y padece con— su pueblo. Edipo habla frente a su pueblo y rechaza cualquier ocultación del debate cuando se lo propone algún interlocutor. Es un hombre que debate a la luz de todos. Es un caudillo de la verdad pública, democrática, accesible por medios racionales. La verdad que lo llevará a descubrir su desgracia. 
Otro rasgo importante es el de la desconfianza. Edipo se nos muestra susceptible y desconfiado pero también que se no inventaba las conjuras y aquí el auditorio entiende rápidamente que el problema no va de tebanos. Knox recuerda que, en la plegaria por el fin de la peste, se hace referencia a las murallas y los barcos de Tebas... aunque Tebas, que tiene murallas, no destaca por sus barcos. Los barcos son atenienses y como las conjuras que teme Edipo, los ataques a la democracia fueron constantes entre los oligarcas —la sangre de Efialtes inaugura un episodio de violencia que siempre fue, en Atenas, oligárquica, hasta llegar a la dictadura terrorista de los Treinta Tiranos. Frente a enemigos tan contumaces y juramentados, Edipo —y Atenas— tienen razón en temer las conspiraciones. El coro lo sabe, Edipo debe mantenerse alerta. A veces hay que ser muy duro, como señalará Cleón —el episodio lo reconstruye Tucídides—- en el tremendo debate sobre Mitilene, debate en el que triunfó la cordura, la piedad y la proporción... pero no lo haría en Lesbos. Allí se fue despiadado. Cleón llevaba razón —y Castoriadis hace justas observaciones al respecto—, ya que el enemigo no se andaba con bromas. 
Junto al tirano popular —o el rey democrático—, prevenido contra las conspiraciones—, otro elemento fundamental: Edipo se atiene a la ley, no es un cínico que manipule el derecho. La investigación se anuncia siguiendo los protocolos legales, asunto que subrayó Bernard Knox y  el helenista francés Louis Gernet. Quien escucha a Edipo anunciar la investigación sobre Layo, su padre y víctima, ya conoce las fórmulas de los tribunales populares. Es más, solo un familiar de un asesinado podía iniciar un proceso. El público sabe que Edipo es hijo de Layo, aunque él no. Todo cuadra con los procesos legales con los que el que el sorteo y la participación masiva habían familiarizado a los atenienses. De hecho, el coro casi funciona como un jurado. Al final serán dos hombres sin más atributos que haber visto lo que sucedió (un servidor de Corinto y un esclavo de Tebas) los que establecerán la verdad que se le escapaba a Edipo y, mucho menos, a Yocasta, a los reyes. La democracia epistémica es otra gran lección de Edipo, en la que mucho insistiría Foucault.  
Los barcos, la legislación, el miedo de los dirigentes ante las conjuras: Edipo, es la tesis de Knox, puede ser Atenas. No solo eso, porque la tragedia no es una novela simple de detectives (aunque Edipo sea también una: el detective que se persigue a sí mismo), pero puede ser eso también.
Y ahora, el cuarto elemento: Edipo, el rey bueno, el caudillo liberador, el hombre en justa tensión contra las conspiraciones, él mismo es un asesino. Hizo bien en tener miedo, es justificable su seguridad de rey democrático, pero era incapaz de ver qué lo mantenía en el poder. No podía haberlo hecho de otra manera porque la tiranía —lo dijo Pericles— es necesaria si se quiere mantener un imperio, si no se renuncia a nada para mantener a la ciudad libre del yugo de los oligarcas (que no paran de conspirar), si se persigue la gloria —y el poder del pueblo— causando pánico y terror. Tengo más miedo de nosotros mismos que de nuestros enemigos, advirtió Pericles al comienzo de la guerra del Peloponeso. “Violencia y orgullo engendran a un tirano” canta el coro en la traducción de Bernard Knox. 
Y ahora, muy brevemente también, lea segunda pregunta: ¿qué actualidad tiene Edipo? La democracia radical ateniense disponía de la tragedia —cuya representación y asistencia era parte del Estado, la selección de los vencedores se encargaba a un jurado sorteado— para defenderse de sí misma —Castoriadis lo explica de maravilla. La energía, la contundencia y hasta los dirigentes providenciales son necesarios pero llevan inexorablemente, sin sentido de la proporción, a la violencia y el orgullo, a la tiranía. En ese sentido, el de una democracia —una verdadera democracia, enfrentada a los augures religiosos y a las mezquindades cortesanas— vuelta contra sí misma, enfrentada a lo que necesita para sobrevivir, la tragedia materializa una idea del filósofo marxista Walter Benjamin: la mirada revolucionaria necesita pasarle a la historia el cepillo a contrapelo (véase la séptima de sus Tesis de filosofía de la historia). Todo lo contrario de quienes se dedican, todos los días, a peinarla para taparle las calvas. Lo cual es muy fácil de practicar cuando la tiranía es de los enemigos pero muy difícil cuando la tiranía es la de los propios. Si la interpretación de Castoriadis es correcta (o se acerca a lo que puede ser una interpretación a considerar), más asombrosa aún que la profundidad y belleza de la obra de Sófocles, es la institución política de la tragedia. La tragedia no es una entrega misántropa y pesimista al destino. Ni siquiera desprecia a los tiranos, incluso los comprende aunque no los disculpa. A los que se enfrenta es a quienes, abrigándose en la violencia y el orgullo de los tiranos, los acicalan para beneficiarse de lo peor de ellos. 

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