Marxismo, ciencias sociales y políticas transformadoras: sobre César Rendueles y su reivindicación del materialismo histórico
César Rendueles nos propone una reivindicación del materialismo histórico, el cual es
un singular paradigma de investigación e intervención política al que no le
faltan preámbulos filosóficos. Los investigadores marxistas existen, mas a buen
seguro lo primero que se nos viene a la cabeza son un imponente panteón de filósofos.
Se me ocurre, por ejemplo, la abundante discusión que despiertan los pensadores
marxistas más instalados en la filosofía y la comparativamente escasa que
despiertan los científicos sociales marxistas. En España, por ejemplo, la
atención a Juan Carlos Rodríguez —ejemplo de una obra marxista persistente y rica en el campo de la literatura— es infinitamente inferior a la que se presta a
Manuel Sacristán, por hablar de dos pensadores que considero enormemente
valiosos.
Creo
que ese hecho es importante: los materialistas, como incidía Bourdieu, no
siempre son gente muy prolija en materiales porque, como debería estar claro,
nada es más fácil que fundamentar -de manera elegantísima y sofisticada- una
investigación. Lo más difícil es culminarla a partir de lecturas y fuentes
incompletas, fragmentarias y cuyo sentido se abre a múltiples interpretaciones
posibles. Creo que si Marx se despidió de la filosofía (o de un tipo de filosofía)
fue al optar por lo segundo. Las investigaciones concretas, incluso con muchísima
menos ambición y talento que la de Marx, siempre son muy frágiles a la
inquisición académica. Las meditaciones filosóficas mucho menos. Pero creo que asiste otra
razón. Manuel Sacristán escribió en algún lugar que la obra de Marx tenía el
encanto de todo cuanto se anuncia grande y despertaba la melancolía de cuanto
no culminaba sus promesas. Me parece que esa idea da buena cuenta del efecto
psicológico que nos aturde cuando comparamos los preliminares filosóficos de un
programa con su realización en una opción política o científica. Es la razón
por la que muchos permanecen en los preliminares.
Este
libro, sin embargo, tiene varias virtudes que descollan entre las
fundamentaciones filosóficas. La primera es la claridad de sus tesis, algo que
no tiene por qué ser una virtud pero que, cuando acontece en una explicación fina
de problemas complejos, sí lo es. La segunda es la renovación de una modalidad
filosófica del cientificismo, específicamente en lo referente a las ciencias
sociales. Esa renovación es original. En otro tiempo, en los años de oro del
marxismo althussero-lacaniano, las ciencias sociales se reducían a ideologías o
a prácticas poco desgajadas de la ideología. Cuando alguno de aquel mundo quiso
hacer ciencia social en serio —así los sociólogos Baudelot y Establet—se pasaron al
durkheimismo ortodoxo, lo cual dice mucho de cuán enorme potencial científico
tenía el perorar epistemológico marxista. Los habituales admiradores de aquel
momento reparan poco en ello, pero deberían hacerlo. Vuelvo a la perspectiva de
Rendueles: ¿dónde radica su novedad? El marxismo crítico de las ciencias
sociales presuponía construir una verdadera ciencia, la marxista. Rendueles,
que es aristotélico, resulta mucho más interesante y seguramente más próximo de
la manera en que Marx entendía su trabajo. Como las ciencias sociales, el
marxismo no es una ciencia, sino un programa de investigación que reconoce su
apuesta normativa y que adopta una estrategia de interrogación de la realidad.
Me
detendré para comenzar en este punto, el cual ocupa el segundo y el tercer capítulos
del libro. Aunque Rendueles habla de corte epistemológico, el suyo no es un
cientificismo altanero. Poco sentido tendría cuando apuesta por una paradigma
que no es científico, del bueno, del fetén. En cualquier caso, sí adopta una diferenciación
entre la ciencia fundada por Galileo y las ciencias sociales. El problema no es
el básico en la obra mas me parece una diferenciación poco matizada. Si yo
recuerdo bien a Bachelard y Canguilhem, las rupturas epistemológicas no eran un
ascenso al Olimpo científico, sino un trabajo localizado y permanente de
conquistas intelectuales. Por tanto, igual que en las ciencias galileanas cabe
descubrir ideologías (por lo demás productivas de conocimiento: nuestros filósofos no se parecen nada a los chistes que corren sobre ellos), también en las ciencias sociales caben espacios de
inteligibilidad -quizá no continentes pero sí archipiélagos… o islotes- de
producción científica. Es decir: espacios donde las observaciones se presenten
reguladas, las inserciones de las mismas en acontecimientos causales gocen de
fundamentos empíricos y su articulación en conjuntos teóricos más amplios
mantenga relación con la investigación y, por tanto, sea capaz de fragilizarse
respecto de los resultados de la misma. Que son discutibles los protocolos de
observación, que las atribuciones causales despiertan polémica o que, ¡quién
puede impedirlo!, existan varios candidatos posibles a sistemas explicativos:
de acuerdo. No sé si de todo ello acaece de un modo menos controlable a lo que
sucede en las ciencias naturales. Lo que creo que está claro es que dicho
trabajo se diferencia de comentarios de la tradición marxista, de los saberes
culinarios o de esas parrafadas filosóficas ilustradas por algún color empírico
—normalmente obtenido de saldo y siempre imitando penosamente lo que es la
construcción de un corpus de investigación. Entre la ideología y la ciencia no hay
corte alguno, existen conquistas frágiles con grados diferentes de autocontrol.
Para quienes no somos creyentes en la Razón absoluta, en esos grados se juega
un mundo; un mundo que merece toda la paciencia e inteligencia de la que se disponga.
Insisto,
para que no se me malinterprete, en que la propuesta del libro es atractiva.
Partiendo de Aristóteles, se nos proponen los tres rasgos de un conocimiento no
demostrativo, “dialéctico” en la jerga del Estagirita, como mejor descripción
del funcionamiento de las ciencias sociales. Los conceptos en ciencias sociales
no pasarían de opiniones compartidas. Una guerra, nos aclara Rendueles, nunca
tendrá las propiedades lógicas de un campo magnético. La gente ampliará el
sentido de la palabra guerra y hablará de guerra contra la obesidad (caso del
gobierno norteamericano) o se disputará sobre si el genocidio por hambre en
Ucrania respondió a una guerra del Estado soviético contra el campesinado.
Seguramente el concepto de campo magnético tendrá más restringido su uso —no lo
dudo. Ahora bien: ¿no existen umbrales para llamar a algo guerra que permiten
pronunciarnos sobre qué pasó en la colectivización forzosa en Ucrania bajo
Stalin? Las observaciones en ciencias sociales, ¿se recogen igual que las
innovaciones culinarias? ¿Tiene alcance idéntico una observación reiterada en
dos grupos de discusión que una recogida en un viaje por un ensayista? En
segundo lugar, la dialéctica no restringiría los espacios de argumentación y
permitiría opinar sobre todo. Asumo que existe un ensayista cuantitativo y
cualitativo que hace mucho daño en ciencias sociales. También admito que el
mejor trabajo no se encuentra libre de retórica y de afirmaciones menos
fundamentadas que otras porque la restricción argumentativa es muy inferior
Pero, ¿se conoce algún clasicista contemporáneo serio que sostenga que la democracia ateniense era una
terrible tiranía y Sócrates la pura razón ambulante? ¿Se conoce algún
ensayista? Si uno de los primeros sostuviera esta última opinión, que puede ser
perfectamente defendible, ¿no debería discutir los análisis de Moses Finley,
Mogens Hansen o, más recientemente, de Paulin Ismard? ¿Cuántos ensayistas lo
hacen? Otro tema: los vínculos causales entre clases y desigualdad, ¿valen
igual cuando los establece un experto en Goldthorpe o Bourdieu o cuando lo
afirma un político tal y como le viene? En fin, la dialéctica en Aristóteles,
nos señala César Rendueles, siempre produce opiniones polémicas. El debate
sobre los protocolos de observación, sobre las imputaciones causales plausibles
o, máximo nivel de especulación, sobre la teoría de la sociedad en la que ambos
niveles encajan, ¿es el mismo que la discusión sobre buenas o malas
composiciones musicales? (Es un ejemplo propuesto por el autor.) Admito que
abundan polémicas en ciencias sociales muy por debajo de los debates culinarios
televisivos. Pero no creo que una buena etnografía, un cruce adecuado de
fuentes históricas, un corpus razonado de (no tienen que ser muchas) entrevistas cualitativas o un trabajo sobre
series estadísticas produzca los mismos resultados que el mejor debate entre
retóricos o guitarristas: tampoco que la manera de dilucidar las razones tenga
las mismas exigencias científicas, de la mejor ciencia posible.
Vuelvo a reiterarlo:
no me molesta que se llame a las ciencias sociales praxeologías. Si una
praxeología supone un trabajo de elaboración lógica, recolección obsesiva de
datos y reflexividad empírica como la Política de Aristóteles: ¡benditas
sean las praxeologías! Si la praxeología sirve para darle cobertura al
ensayista inspirado y caprichoso (que el autor y yo detestamos por igual), me
preocupa más. Y por eso me guardaría mucho de comparar un trabajo de tres meses
de etnografía con una excursión culta donde se anotan los sucesos según place.
Y aunque esa no sea en absoluto la intención del autor, me asalta el temor de
que la propuesta de Rendueles pueda estimular poco el ejemplo aristotélico, tal
y como demuestran las sucesivas corrientes hiperespeculativas del marxismo,
desde la althusseriana, a la francfortiana o la analítica.
Este
asunto -decía- me preocupa mucho a mí pero no es el central en el libro. Entro
en aquellos que lo son. En primerísimo lugar, y es una excelente herencia de
Althusser, Rendueles comienza caracterizando el idealismo como un expresivismo,
que ve los conjuntos sociales como reiteración monótona de una clave exclusiva.
El idealismo presupone todos solidarios, donde los tiempos marchan al unísono.
Esa sincronía imperativa desconoce los conflictos internos, la autonomía de las
prácticas materiales y culturales y, algo muy importante para un marxista, la
posibilidad de recuperar lo mejor de nuestras sociedades dentro de una
articulación global diferente. Dicho sea de paso: Althusser, cuando criticaba
ese idealismo, creo que lo hacía también como parte de su compromiso
antiestalinista: pensaba a menudo en las nociones de cultura proletaria y demás
barbaridades segregadas por el hegelianismo espontáneo —y grosero— de cierta
versión del estalinismo. Porque el idealismo, cuando lo denunciaba el maestro
francés, obedecía no sólo a un problema epistemológico, sino de poder funcionarial.
Los acreditados por el partido están objetivamente interesados en establecer la
buena filosofía o la biología revolucionaria: así la gestionan con sus
compinches. Como el estalinismo puede que sea el paroxismo de la lógica de
partidos, no está mal recordar que, en contextos muchos más simpáticos y sin un
dramatismo en absoluto comparable, la misma lógica acaece cuando hablamos de
Cultura de la Transición —como si ese periodo hubiera unificado los campos
culturales: hay que demostrarlo— o apostamos, no sé, por la nueva música o la
nueva filosofía que acompañe a la nueva Política. Insisto, y quien no lo
registre es su problema: no es comparable con el estalinismo que Laclau -–o
ayer otro pensador, por ejemplo Althusser— se convierta en el Ingreso Mínimo
de Inserción político-intelectual en ciertos lugares político/culturales
-con aprendizajes acelerados en los lugares más perdidos… y administrados por
los jefes del partido-. No lo es, ni moral, ni intelectualmente, entre otras
razones porque Laclau es un autor respetabilísimo, merecedor de la atención que
despierta, y no un ignorante como Trofim Lysenko. Pero cuando criticamos el
expresivismo, la lógica idealista es idéntica —todo va junto en todos los
planos— y los efectos materiales tienen parecidos de familia que los reúnen
dentro de las —más terribles o más amables— predicaciones de Corte. También que
una teoría materialista de la política debe comprender –y prevenirlo... si es
una teoría democrática. Cabe añadir: en serio- que tras la gestión de las ideas
se amparan operaciones de acumulación de recursos simbólicos y materiales.
El
problema con el que se enfrenta el autor es el idealismo capitalista,
fundamentalmente expresado en dos planos: la autoatribución subjetiva de
conflictos sociales y el tecnologismo, ya enunciado con eficacia por el autor
en Sociofobia. El tecnologismo presume efectos masivos de algunas
innovaciones tecnológicas y, como bien señala, Marx y Engels no escaparon del
mismo.[1]
Otro problema, señala con inteligencia, es el lugar de la acción subjetiva en
la historia. Cuando hablamos de leyes sociales, y por recuperar una vieja
formulación de Jürgen Habermas, nos referimos a secuencias en las que un
antecedente y un consecuente sólo se conectan bajo ciertas condiciones
iniciales en las que figura la conciencia de los sujetos. En las ciencias sociales no existen “hechos brutos”,
recalca con razón el autor. Todos los hechos aluden a significados culturales
específicos. Además, podría decirse con Ian Hacking, las clasificaciones de los
sujetos inciden sobre estos, aunque nunca tan absolutamente como presume una
versión del idealismo en boga: la que considera que todo concepto es político
pues altera la realidad humana que nombra. En fin, es un debate, el del efecto
creador -o no- de los enunciados sobre el mundo, en el que no entra el libro.
Su discusión se centra en Weber y los modelos económicos estándar. En mi opinión
bastaría con los modelos de acciones no lógicas de Wilfredo Pareto para refutar
la teoría de la preferencia revelada hegemónica en economía: aquello que eligen
los sujetos, se nos dice, nos muestra su deseo. Las tipologías de Pareto
proponen una combinación lógica de posibilidades riquísimas para programas de
observación empírica. En cuanto a la inestabilidad de las interpretaciones de
los sujetos me parece que es un dato insoslayable en ciencias sociales. En
estas carecemos —y careceremos— de una teoría que nos desmembre cuanto concurre
en lo social de manera que podamos considerar separadamente cada uno de sus
componentes; tampoco nos dirá cuáles son las variables a las que habría que
atender en cada investigación. En ocasiones las distinciones de los sujetos son
la clave; en otras inercias derivadas de su espacio de posibilidades material,
que son capaces de percibir con más o menos lucidez.
Para
tal problema me parece admirable la reconstrucción que se nos propone acerca de
la ley del valor. Marx señaló que la ley del valor constituía una suerte de
centro de gravedad en torno al cual debían girar los precios. Calcular el tiempo
de trabajo socialmente necesario es una tarea dificilísima; aún así somos
capaces de comprender cuando se está obteniendo un beneficio abusivo: donde se
maltratan las necesidades del trabajador o donde se disparan los beneficios
especulativos. Rendueles lo explica de maravilla: los propios abogados del
capitalismo lo saben y, cuando critican los beneficios financieros
disparatados, están actualizando la ley del valor de Marx. La conclusión es
curiosa: para que el precio se aproxime al centro de gravedad definido por la
ley del valor, ¡necesitamos capitalistas honrados! La conciencia del
capitalismo no disparatado, del capitalista explotador -pero dentro de un
orden-, constituye una condición para que funcione la ley. La explicación me
parece elegante y profunda aunque no deja de tener su chiste que solo el
capitalismo autocontenido pueda realizar la dichosa ley promovida por Marx. En
fin, un programa socialdemócrata, no revolucionario —y parece que
coherentemente marxista— podría sacar oro de la lectura de este libro. No
compararé al autor con Bernstein porque no sé cómo le sentará, pero se me ha
pasado por la cabeza mientras escribía estas líneas.
Más
problemática me parece su teoría del agente histórico. Aquí me parece que el
libro se atasca allí donde lo hicieron los clásicos. La situación de la
clase obrera en Inglaterra fue un gran libro de Engels, nadie lo duda,
resultado de un conocimiento interno del monstruo capitalista (para eso lo
escribió un eficaz empresario) y del prolongado trato de su autor con la clase
obrera, trato para el que hizo esfuerzos impresionantes de trabajo sobre sí mismo. Fallaba, nos dice su biógrafo con profundo criterio, en un punto:
Engels no explica la cultura profesional que separa a los trabajadores, ignora
la sociedad civil que fueron capaces de generar y en la que Engels se había integrado, en suma, ennegrecía y
unificaba a la clase obrera, desconociendo sus recursos propios y sus
divisiones internas. Engels trituró su enorme conocimiento empírico en el molde
de su formación filosófica y le salió una clase que nunca existió pero sobre la
que se erigió el mesianismo marxista.[2]
Dicha conjunción de miserabilismo —incapaz
de percibir los recursos de los dominados- y de populismo -los pobres tienen un
privilegio epistemológico— contribuye fatal a una discusión del papel del
sujeto de cambio. Una cosa es que los derechos de los pobres deban ser
atendidos los primeros, es una cuestión de justicia; otra que sean ellos los
que los perciban mejor. Rendueles (pp. 105-106) considera que sólo la energía
de los desposeídos permite acometer los riesgos de la movilización política.
Creo las clases medias decepcionadas las que más suelen prestarse a la movilización política. Sin la energía
que producen los decepcionados de las elites me extraña que pueda organizarse
una respuesta popular. Unos y otros han estado en las movilizaciones por la
vivienda, conflicto al que se refiere.
Tampoco
saldrá el lector indiferente del epílogo. El autor reivindica dos ideas:
primera, la pertinencia explicativa para las ciencias sociales de la biología
consciente de los efectos epigenéticos, es decir, de aquellos cambios fenotípicos
heredables y que no cambian la secuencia del ADN. Quien ha estudiado la ideología
de que el cuerpo se encuentra pedagógicamente disponible comprende bien la
segunda idea: hay un dinámica capitalista que entra en conflicto con las
condiciones biológicas de la vida humana, con cuerpos que no son artilugios
componibles a voluntad.
¿Es
marxista esta perspectiva? En Marx existe la idea de una naturaleza humana que
se encuentra abierta a múltiples potencialidades y que nunca sabremos o que
puede un ser humano hasta que les demos las condiciones para realizarse. Elster
consideraba muy irrealista esa antropología. Supone un principio infinito de
realización personal, sin darse cuenta de que quizá pocos desearían realizarse
como barrenderos y muchos como artistas… con los conflictos inevitables que
surgirán, incluso en la mejor sociedad comunista.[3]
Marxista o no, el principio de autocontención de Rendueles me recuerda mucho al
marxismo heideggeriano de Marcuse quien, no dando las mejores respuestas, se
interrogó sobre un fundamento biológico para el socialismo. A mí me parece una
excelente compañía y, en cualquier caso, un programa de trabajo irrenunciable
para cualquier racionalista.
[1]
No me resisto a citar al respecto el trabajo de Juan Carlos Rodríguez sobre el Manifiesto Comunista incluido como tercer capítulo
en De qué hablamos cuando hablamos de marxismo,
Madrid, Akal, 2013.
[2]
Tristam Hunt, El gentleman comunista. La vida revolucionaria
de Friedrich Engels, Barcelona, Anagrama, 2011, p. 116.
[3]
Véase Luc Boltanski, L’Amour et la Justice comme compétences,
París, Gallimard, 2011, p. 245.
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