Me preguntan cómo podría promoverse una ropa saludable. Esto es lo que pienso, lo cual como podéis imaginar se encuentra justificado en La cara oscura del capital erótico. Capitalización del cuerpo y trastornos alimentarios, que saldrá en setiembre.
La respuesta a esta cuestión
supone, en primer lugar, que esta nos atañe. Podría pensarse que nadie obliga a
nadie a sentirse interpelado por el mundo de la moda del mismo modo en que muchos
pueden vivir tranquilos sin conocer a Tucídides o, en la mayoría de los casos,
ni siquiera los programas políticos de los partidos a los que otorga el voto.
Pensando en la cuestión del voto
–pues lo de Tucídides puede ser considerado una extravagancia (obviamente no
para mí: pienso que no debería ser fácil vivir sin pensar en Tucídides)- podemos
comprender mejor cómo la propia pregunta consolida un determinado arbitrario
instalado en nuestra vida cotidiana. ¿Por qué nos resulta más importante el
sistema de tallas que el voto sin conocimiento preciso de los candidatos y los
programas? Una respuesta podría ser que pasar por incompetentes en política
afecta menos que ir mal vestidos. Cabe comprenderlo: para muchas las personas
los espacios políticos son universos ajenos, donde resulta difícil influir y
por tanto resulta escasamente rentable esforzarse por comprender y conocer. De
acuerdo, aunque la misma cuestión puede aducirse sobre el mundo de la moda,
donde las innovaciones estilísticas, la jerarquización de los públicos, las
enormemente injustas condiciones de fabricación de los productos delinean todos
los rasgos de un espacio social difícil de descifrar por los no especialistas.
Estos, sin embargo, no dejan de sentirse interpelados por sus productos. La primera cuestión sería: ¿por qué no vivir sin la moda? ¿Qué lo hace imposible?
Pasemos a un segundo momento en
la interrogación. ¿Puede el Estado influir en el campo de la moda?
Evidentemente, exsiten políticas por las que el Estado puede premiar ciertos tipos
de diseños y tallaje o, por el contrario, penalizarlos. Al respecto, la
tentativa de unificar tallas a partir de estudios científicos sobre las variaciones
morfológicas resulta aleccionadora. Pese a la evidencia científica de cómo se
distribuyen los cuerpos de los españoles, pese a justificadas inferencias de cómo influye
negativamente en los usuarios la falta de unificación de las tallas, las marcas hacen caso
omiso a las recomendaciones. Que yo sepa, el Estado respeta su desdén.
En principio, las tallas forman
parte de un sistema de jerarquización de la ropa, y de quienes las visten,
basado en la distinción por la delgadez. Determinadas líneas de ropa ofrecen
tallas no estándares –quizá por adaptadas a estándares de otros cuerpos: de otros países, de ciertas clases sociales-: las
40 de ciertas colecciones son mucho más comprimidas que las del resto, por
tanto funcionan, de facto, como tallas menores.
En otros casos, son determinadas
tallas las que resultan excluidas: por encima de una determinada, no se fabrican. De hecho, tal ropa -como la de talla trucada anteriormente referida- se convierte en exclusógena de ciertas morfologías:
así permite, a quienes logran embutirse en ella, convertir la ropa en signo de
excelencia. La ropa se convierte entonces en una credencial de todo cuanto
nuestro mundo asocia a la delgadez: belleza, salud y capacidad de
responsabilidad y autocontrol.
Una línea de trabajo consistiría
en trabajar sobre tales significados y mostrar que son falsos o discutibles:
podría argüirse que salud y corpulencia no están en absoluto reñidos o que la
responsabilidad no se dirime por la morfología corporal, que en muchas
ocasiones queda fuera del poder de los individuos. Sobre la belleza, el trabajo
es más difícil: las campañas basadas en una supuesta belleza interior pueden
ser recibidas con distancia e ironía, vista la obsesiva valoración social de la
apariencia exterior. Ésta, por lo demás, y con la excepción de quienes se
encuentran completamente agraciados por la naturaleza, surge de un trabajo tan
exigente que deja escaso tiempo para cultivarse en otras áreas. Tal podía ser
una línea de trabajo: ser tan guapo puede contener costes y quitarte tiempo
para conocer más de política y de cómo y a quién votar –o incluso, ya puestos, leer a Tucídides,
Ante ese sistema de
jerarquización de los cuerpos por las tallas, el Estado podría exigir un
tallaje homogéneo, dependiendo de los modelos morfológicos de los españoles. Al
no hacerlo, el Estado cede el trabajo de marcar los cuerpos con la ropa a las
cadenas de moda, incluso si ello tiene un efecto deletéreo en la salud de las
personas. Se comporta así como un Estado neoliberal, siempre previendo no
interferir en la sacrosanta soberanía empresarial. Mientras la administración martillea
constantemente a las familias para que sean responsable del cuerpo de sus hijos
(y prevengan la anorexia o la obesidad…) ante las empresas se comporta con un reparo exquisito.
Incluso asumiendo tal dejación de
responsabilidad, el Estado podía apoyar determinados sectores del mundo de la
moda: aquellos que apuestan por creaciones que no jerarquicen los cuerpos en
función de su delgadez. Apoyarlos podría consistir en presentarlos como ejemplo
público, en facilitarle el acceso a los recursos comunes: locales para
pasarelas de moda, incentivos para la creación y distribución de colecciones,
beneficios para las firmas que las integren en sus ventas... De ese modo,
además, el Estado abriría un campo económico prometedor: el de la ampliación de
la calidad, variedad y creatividad de la ropa disponible sin exclusión de
ciertos cuerpos. Una lógica de los nichos de mercado empresariales, de pura rentabilidad económica, podía
justificar tales medidas.
En fin, más allá: determinadas
líneas y estilos de ropa –que exhiben cuerpos delgados- se consideran –a menudo
implícitas otras desvergonzadamente explícitas- condiciones de acceso a ciertos
empleos: el Estado podría preguntarse si esas barreras son objetivamente
defendibles según las tareas del puesto de trabajo. Si lo son, debe
promocionarse que se les reconozca una cualificación. Son puestos de trabajo
que exigen cuerpos ataviados con ropa exigente: exigente por la morfología que
impone, exigente por el tiempo que se necesita para localizarla y adquirirla…
Si, por el contrario, nada tienen que ver con el puesto de
trabajo (salvo complacer gustos sobre cómo se exhiben los cuerpos trabajando, gustos a menudo de justificación espuria), el Estado debería
perseguir severamente tales prácticas de discriminación.
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