Fernando Broncano nos habla en un post sobre la interpelación y la democracia, tema que apareció en el anterior de este blog. Lo que voy a decir no
mejora nada cuanto escribe. Solo me sirve a mí para explicitar cuestiones que
me ocupan y con las que llegaría a conclusiones equiparables a las de Fernando.
El concepto de interpelación procede, al menos en una de sus
fuentes, de Louis Althusser. En su famoso estudio sobre los Aparatos Ideológicos del Estado, sostenía que mediante la interpelación se nos convertía en individuos que aceptan
unas reglas y una evaluación. De ese modo se convierten en sujetos sujetados a
una identidad. Alguien te hablaba, te reprendía, tú te sentías culpable: ¡Eh tú!
Juan Carlos Rodríguez criticó esa
teoría del sujeto: no existe la misma interpelación entre dos sujetos libres
del capitalismo o entre un señor y un siervo o entre un hombre libre o un esclavo. No solo el contenido de la
interpelación cambia, también la forma misma. Cuando el Viejo Oligarca
(Critias) se quejaba de que en Atenas los esclavos no le cedían el paso o de
que no se distinguían por su aspecto de los amos, no promueve la misma
interpelación que un empresario que se queja de que sus obreros no cumplen el
contrato de mejorar sus cualificaciones. Nunca le diría a un obrero que le
cediese el paso (de hecho los grandes ganan puntos mostrándose como sus
subordinados) ni se quejaría de que vistiese bien (los políticos y los
oligarcas económicos poniéndose el casco cuando visitan un centro de producción
sirve de ejemplo de cuanto digo). José Luis Bellón y yo trabajamos sobre el particular. Porque lo teóricamente tremendo es, no solo lo que dice Critias, sino lo que constata: los esclavos no se apartaban y se vestían tan ricamente a la moda (en Atenas había ya modas, no era una aldea. Los hombres se ufanaban de lucir la falda lacedemonia: o sea, la falda de sus enemigos). Insisto: delimitar bien el marco ideológico de la interpelación y de su complejidad no es sencillo. Althusser insistía en que no hay ideología simple, todas encabalgan sistemas de relaciones sociales complejas.
Pero el maestro de Granada lleva razón
frente al maestro de París. La cosa se presta a múltiples discusiones,
desarrollos y matizaciones. Pero para eso sirve la filosofía, para exigir
precisiones allí donde los argumentos se cierran en falso, con una conclusión
arbitraria. Esa concepción de la filosofía la aprendía de Althusser, por
cierto, aunque se puede rastrear en otros grandes (Heidegger o Husserl, sin ir
más lejos).
Vayamos con lo de la
interpelación. Fernando Broncano extrae dos dimensiones. Uno, el de la competencia
técnica y lo vincula con la jerga especializada, con un divertido ejemplo del debate entre Borrell y Aznar. Nada más apropiado. Althusser (siempre en la versión completa de su texto publicada años después por PUF) tenía una respuesta
para eso: la interpelación depende de la ideología de la división técnica del
trabajo, en realidad es social. Es social porque arbitrariamente se presupone
ciertas posiciones (el experto y el ciudadano) como separadas por muros
infranqueables. Es social y de hecho los construye. Un instrumento de primer
orden es la jerga. Otro es asignar destinos socialmente diferentes según el
origen social. Los ingenieros se reclutarán entre los pequeños burgueses -salvo
las excepciones estadísticas que confirman la regla: y lo mismo entre los
obreros, y los capitanes de los negocios y las finanzas. Fernando Broncano acude a una distinción, inspirada quizá en Rorty, de la artificiosa complicación de la filosofía. Compaginar esa perspectiva con la de Althusser no es, al menos en teoría, sencillo. Pero ambas coinciden en algo: la artificiosidad técnica no se acompaña siempre de la mejora semántica, porque la elaboración técnica de los problemas, a menudo, sirve para apartarlos de la consideración de la gente común.
El segundo ejemplo que pone
Fernando Broncano es el de la democracia: necesitamos representantes, le dice
un colega crítico de sus posiciones. De nuevo la ideología de la división
técnica, pero aquí complicada por dos argumentos que en general, y ya fuera del post de Fernando Broncano, se solapan. Uno, de defensa de la participación, pero de mala defensa, es pretender que los designados sean marionetas de sus
ventrilocuos, los designadores, el pueblo. Eso es imposible. Es como si en un teatro los actores fueran marionetas del autor de la obra. No, el teatro de marionetas tiene sus reglas, el que representan los seres vivos tiene otras.
Amparándose en esa mala defensa, aparece el defensor de la representación, tal cual se da. En mi opinión, se confunde
mandatar a alguien para que haga algo, con autonomía, y rinda cuentas con la división social
del trabajo político: creer que deben representar los elegidos porque son
mejores. Ese es la clave de la modernidad, como bien puso de manifiesto Bernard Manin: nunca se puso en duda que fuesen necesarios mediadores, pero sí que los
mediadores estuviesen investidos de una superior moral y ciencia. Por eso eran
magistrados, comisionados y se les aplicaba la rendición de cuentas y la
rotación.
Para comprender mejor las
condiciones de la interpelación debemos recuperar algo que olvida la recepción
contemporánea de Althusser: cómo la división social se camufla de división
técnica y cuánto ayuda lo cual a que el que dice ¡eh tú! te haga achantarte incluso temblar de miedo, sobre todo, sentirte culpable: ¡zapatero a tus zapatos! Luego hay que complicar la descripción de la interpelación con las
advertencias de Juan Carlos Rodríguez.
Fernando Broncano termina con una bella metáfora. Los lenguajes de casta se deben a, y producen, la pérdida de oído: respecto a las voces de los demás, a cómo se forman, a cómo se resignan al silencio, a la experiencia que los humilla como incompetentes y a otros, por inmerecida fortuna, les otorga la justificación de hablar. Althusser y su lectura de la interpelación nos sigue ayudando a combatir la sordera de clase, de género y de cuanto suele esconderse tras la división, técnicamente defendida, del trabajoy el privilegio.
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