Foucault clamaba por la gran cólera de
los hechos. Pero los hechos son el aspecto más frágil de la experiencia
científica y política. Ningún hecho convencerá a un creyente, jamás: todo cuanto
se desvíe de su relato se atribuirá a distorsiones.
Distorsiones de la realidad, porque ésta sería violentada
por un acontecimiento torticero. Si las cosas fueran como él las
cree, que son como debe ser, todo se acomodaría a sus expectativas.
Distorsiones de la percepción porque ¿quién puede reunir toda la información
relevante de un acontecimiento y decidir cuáles fueron las causas correctas?
Los hechos tienen un escaso peso y, de antemano, quien intente contemplar las
cosas “con los ojos del cuerpo y no con los de la mente” (Arendt), se encuentra
perdido ante los doctrinarios: aquellos a quienes su mente ciega los ojos del
cuerpo, a quienes la Verdad revelada insensibliza contra la intensidad de la
realidad. Así, una de las frases más subversivas de la historia de la filosofía
fue la aparentemente anodina: “Amicus Plato sed magis amica veritas” (Platón es
mi amigo, pero más amiga es la verdad). Si un Aristóteles contemporáneo la
dijese, tendría mil constructivistas que le afearían creer en la verdad y
despreciar la amistad. Nuestro amigo siempre interesa más que la gran cólera de
los hechos. Los hechos nunca están claros y un amigo sí y puede ser fuente de
enormes beneficios. Pedro Laín Entralgo (Descargo
de conciencia, Barral, Madrid) propuso eliminar la radicalidad aristotélica
y modificar la máxima: ningún error, de alguien que no sea un bellaco, vale una
amistad. Laín lleva razón, por supuesto, pero su consejo –consejo de un hombre
muy sabio que fue además muy práctico- abre la puerta al cinismo, porque el
tejido de la amistad suele hacer la vista gorda.
Formas de menoscabar los hechos existen
muchas. Para lo que nos interesa podemos agruparlas en dos estrategias: la
política y la científica. Dejaré la segunda para otras entradas. Ésta será la
primera acerca de la desconsideración política de los hechos y seguiré el hilo
de un famoso texto de Hannah Arendt “Verdad y política” (incluido en Entre el pasado y el futuro, Barcelona,
Península).
Los hechos, los acontecimientos, no son
como las verdades matemáticas. Si un poder se atreviese con Euclides jamás
evitaría que una mente, en su soledad, siguiese reproduciendo sus principios.
La verdad matemática no la cuestionan los ojos del cuerpo, sino los de la mente
y estos siempre burlarán la presión exterior; siempre podrán llegar a los
mismos resultados aunque ardiesen todos los libros de matemáticas. Los hechos
no: desaparecen y, a menudo, definitivamente. La política no puede subsistir
sin la opinión común y la opinión común puede ser olvidadiza. Nadie en su sano
juicio imaginó una política fundada en la verdad. Platón lo hizo pero para
llegar a ella recomendaba mentir a mansalva. La verdad de los hechos, admite
Arendt, puede parecer despótica y anular el debate. Y solo cabe apelar a su
cólera cuando se les reconoce una última realidad, un “esto es” sin teoría que
los desvirtúe ni doctrina que los
escamote. ¿Existen hechos así? ¿Podemos registrarlos? Es un problema
epistemológico pero de enormes consecuencias prácticas. Porque si no existieran
la verdad nunca sería, en política, nuestra amiga.
Además, recuerda Arendt, la política
consiste, cuando no es mera conservación, en negar los hechos porque se desean
otros distintos. Se ve claro entonces que la gran cólera de los hechos no solo
desafía a los dominantes, sino también a quienes desean revertirlos. El mismo
Foucault recordaba que ninguna verdad servía si no se encarnaba, si no se
jugaba en comportamientos prácticos: uno debe mostrar la verdad en la que cree
poniéndose como ejemplo, mostrando que no es un demagogo, sino alguien concernido íntimamente.
Desgraciadamente, el problema sigue
siendo el mismo. Ser una persona veraz no es ser una persona verdadera -que defiende la verdad. Con el mismo coraje encarnó su verdad Sócrates y un fanático
de la Confederación Sudista. Es más, de seguir a Luciano Canfora (El mundo de Atenas, Barcelona, Anagrama),
cabe cuestionar, y mucho, la verdad que encarnó Sócrates. Fue, sin duda, el
personaje más simpático dentro de un círculo oscuro, de, salvando el
anacronismo, extremistas de derechas que no dudaron en recurrir al terror
político de masas cuando tuvieron el poder. Tras la coherencia de Sócrates,
muchos atenienses tenían razones para vislumbrar el inspirador de una
oligarquía asesina. Arendt, como Foucault, acuden a Sócrates y a su ejemplo por
la verdad, cuando esta no tiene recursos para vencer a los embaucadores y a los sofistas.
Sabemos, sin embargo, que la historia no fue así y que lo que llamamos crímenes
contra la filosofía fue, también, resistencia contra una filosofía que inspiró
a criminales y a traidores. Isócrates define a los diez mil, los mercenarios
acaudillados por el socrático Jenofonte, como “los desechos de las ciudades
griegas”. Sus razones tenía.
Encarnar la verdad, no sirve, sin antes
responder a la pregunta: ¿es verdad? Si lo es, ¿vale la pena defenderla? ¿Era
justo defender que los jurados de Atenas desconocían lo que son las cosas? ¿Las
conocía Critias, un avezado seguidor de Sócrates? ¿Preparó Sócrates a Critias
con su ridiculización de la democracia?
Pero Sócrates tiene defensa. Cabe
especular que, ya entonces, los extremistas antidemócratas construyeron una
imagen de sus enemigos, la democracia y sus líderes, completamente distorsionada.
Y que con su desprecio de clase, fueron, insensiblemente, precipitándose en su
insania. Sócrates, por el contrario, guardó siempre la cordura: se resistió a los
peores golpes de mano de los suyos. Tal es el ejemplo del juicio de las Arginusas, que descabezó
a los demócratas y donde se se negó a apoyar la condena con riesgo para su vida. Fue, además, un resistente
interno, pero siempre un patriota ateniense, al que no se imagina uno
ejerciendo, como Jenofonte, el internacionalismo oligárquico.
Dar la vida por la verdad puede ser
criterio de coraje, pero nunca de verdad. Uno puede estar nublado por la
propaganda y ésta –volvemos al texto de Arendt- no solo sirve para engañar a
los adversarios sino también a los propios, para engañarse a uno mismo. Pero,
entonces, ¿erradicamos la verdad de la política?
Pues no, porque quien niega los hechos,
acaba encontrándoselos. Podemos querer cambiar el mundo pero sin tenerlo en
cuenta, oscureciéndolo y manipulándolo, no acabamos sabiendo qué es lo que
existe y qué es lo que queremos cambiar. Imaginemos el razonamiento de Sócrates
y hagamos una hipótesis sobre su comportamiento. Creo que con ella explico bien
lo que quiere decir Arendt. Sócrates quería, digámoslo simplificando, una
aristocracia moderada y su programa político se parecía al del cambiante
Terámenes. Éste fue quien manipuló el juicio contra los generales de la batalla
de las Arginusas, acusándolos demagógicamente de no haber recogido los
cadáveres. Sócrates compartía el programa de Terámenes pero no su cinismo. No
solo por razones morales, sino también por políticas. Uno no podía ser mejor
que los adversarios demócratas negándoles sus cualidades, sino mejorándolas.
Por ese camino, siempre cabe que nos convirtamos en peor de lo que combatimos.
Y tras Terámenes venga Critias y, como dijo Platón muy dolido, hasta acabamos, ¡nosotros!,
echando de menos la democracia, haciéndola parecer una edad de oro comparada con lo que hacían nuestros amigos -entre ellos su tío, Critias.
La lección es sencilla. Los hechos, recuerda Arendt, son muy
frágiles y sencillos de desterrar. Pero han existido y han dado forma a la
realidad. Son tercos, muy tercos y aparecen siempre. La realidad de las
mentiras es solo una: producen mentirosos que se quedan apresados en sus
fábulas y que pueden acogotar y humillar a quienes las cuestionan. Pero los
hechos, entre ellos sus propias mentiras, no desaparecen: han seguido tejiendo
la realidad y siempre vuelven para visitarnos.
Podemos olvidarnos de la historia, pero ella no se olvida de
nosotros. Los hechos desparecen verbalmente pero no ontológicamente. Sin reconocer los hechos “el campo político queda privado no sólo de
su fuerza estabilizadora principal, sino también del punto de partida del
cambio, del que sirve para empezar algo nuevo. Lo que se inicia entonces es el
constante moverse y revolverse en la esterilidad total”, escribía Hannah
Arendt. Tal es la cólera de los hechos: permanecer e imponerse frente a
cualquier propaganda. Quien la escamotee para reconciliarse con los suyos, con sus amigos, podrá acallar a quien le enturbien la vista gorda. Pero acabará encontrándose con los hechos. Y con su cólera.
La próxima entrada continuará con Arendt y sobre qué, en la textura de la realidad, da siempre ventaja al falsificador.
La próxima entrada continuará con Arendt y sobre qué, en la textura de la realidad, da siempre ventaja al falsificador.
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