¿Qué causó el declive de Frank
Sobotka –protagonista moral de la segunda temporada de The Wire? No fue su provecho personal, aunque como líder sindical
les gustaba ser el perejil de la salsa. Pero eso también gustaba mucho en el
movimiento antimilitarista, intuyo, por lo que me cuentan, que en el feminista
y constato que en el 15M. Es la condición de la política: el deseo de brillar,
de salir del anonimato y solo los misántropos (mil veces peores que los
narcisistas) pueden quejarse de ello. Lo único que se puede hacer es
democratizar las retribuciones. Aunque ese es otro tema.
Cuando uno se pasea por mundos
más institucionalizados (partidos políticos de izquierda o derecha), la actitud de Sobotka parece discreta: no luce novia más
joven ni con una potencia erótica descompensada con la suya, pasa sus horas
libres en el bar del puerto, haciendo sindicato y compartiendo la existencia de
sus compañeros. No busca la compañía cotidiana de intelectuales, estrellas
mediáticas o personas que están en la onda. Sobotka es un dirigente obrero
serio, no un pamplinas con ínfulas.
Pero Sobotka necesita dinero. Su
país ha tomado la decisión de no fabricar más cosas, sino en dedicarse a los
servicios –y a lo mejor, digo yo, han asesorado a los amos algún cantamañanas (filósofo
o sociólogo, seguro) flipado con el valor del trabajo cognitivo- y en reducir
el trabajo industrial. A él le gusta su cultura, es una forma de vida, que
permite la reproducción: los hijos serán lo que fueron los padres. Pero es la
reproducción de un mundo de ayuda mutua, donde nunca te faltará un amigo en el
bar de los estibadores y donde si el infortunio te sonríe te invitarán algo y,
como el que no quiere la cosa, te meterán un fajo de dinero en el bolsillo. Ya
me gustaría a mí, lo digo muy en serio, disponer de un entorno similar de
claridad en el comportamiento (y no de compartimentación ansiosa de escenas y
papeles, incluso cuando la gente se pone más afectiva) y de solidaridad en la
desgracia (y no de solaz morboso en el revés profesional ajeno). Es el precio a
pagar por vivir en entornos de alianzas complejas y de reputaciones fugaces, no
puede ser de otra manera. Pero, para decirlo con el lenguaje de los
economistas, ¡cuánto capital social tiene un estibador! Quien haya conocido el
mundo obrero sabe que no era una maravilla, porque había envidia pero también
una cultura propia repleta de valores recios. Con el exceso del cine, The Wire lo describe correctamente, con
justicia,
Pero mantener ese mundo le exige
a Sobotka intervenir en política. Ya no existen los partidos obreros, en
America quizá nunca existieron. Debe competir con una banda de lobos siberianos
con traje y/o falda de tubo –no son mejores si llevan piercing y moda vintage
como los que mandan ahora- para lograr influir en representantes que viven de
donaciones. ¿Por qué? Solo gracias a ellas pueden disputarse los votos en la
competición democrática. Porque una democracia donde no se provee de fondos
públicos a los participantes, queda en manos de quienes pueden pagarse las
campañas electorales. Y Sobotka pacta con el diablo: pone la mano, aunque no es
para él, es para sus colegas que pierden la pierna, para mantener la vida de
quienes espiguean sus jornadas de trabajo. Además Sobotka quiere mantener el
muelle y ampliarlo. ¡Pobre simple que no lee las alabanzas al cognitariado, ya
le voy a mandar yo algún libro! ¡Y luego que los tire al puerto! ¡O se los
regale a Omar, que es todo un personaje de Jünger o del postobrerismo italiano
(y por supuesto me es sumamente antipático)!
Los candidatos demócratas reciben
dinero de la droga, o sea que Sobotka debe competir con verdaderos sultanes.
Hay que ir a la mafia, para que los políticos no piensen solo en mafiosos. Es
una buena opción, desde el punto de vista de un utilitarismo miope.
En el camino lo pierde todo: la
dignidad, el respeto de sus compañeros, su propia familia y sus ideales. Aunque
como todo verdadero héroe, Sobotka asume las consecuencias hasta el final y lo
vemos marchando solo, frente a sus antiguos amos, para acabar donde lo hacen
los proletarios cuando se hunden: los ricos, cuando se hunden, vuelven a los
brazos de papá y mamá, los pobres acaban debajo de un puente, como Sobotka. Viendo
el fundido en negro con el que culmina la escena se emociona uno más que con
Gary Cooper en Solo ante el peligro.
Puñetera serie, oye, qué buena es.
Pues eso es lo que no hacen CCOO
y UGT, asumir con gallardía que han apostado al mal y han perdido. Seguramente
pensaron que había que ir a cócteles, disputarse las influencias ante partidos
de profesionales cuyo ideal más progresista era montar en bici. Y que en el
fondo, aunque digan lo contrario, odian y desprecian a los obreros, que son
gordos, feos, básicos, rudos y ellos son tope de lo tope. No creo que la mayoría haya robado nada: entraron en la economía clientelista y, si
trincaron algo, también repartieron bastante. Se han portado de manera muy
cutre, si todo esto es cierto. No solo ellos: un día tendremos que hacer
balance de todos los inteligentes (y sus corifeos) que nos prometieron la economía del
conocimiento –los óxidos soviéticos de la Expo testimonian el bluff- si nos convertíamos en
un desierto industrial y a donde nos ha llevado. Pero ellos también.
Habrá que empezar de nuevo. No
existe la vía Sobotka. Sí, tenemos mucho que perder, no solo las cadenas. Si se
pierden los valores, si nos medimos con cómo ellos quieren que seamos, jugamos
una partida ajena.
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