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Acumulación mortuoria de cuerpos

Nynphomaniac I de Lars Von Trier se parece muy poco a una película porno, lo que parecía inferirse de los comentarios que acompañaron su estreno. Es una película triste, que nos presenta un sexo ajeno al modelo californiano del porno: realista, seco, esmirriado, nada exuberante.
La clave de la historia la aporta la protagonista al final: he tenido muchos encuentros sexuales, pero todos han sido el mismo. ¿Con quién se ha encontrado la protagonista? Con su propio ritual, un ritual sin más sentido que su repetición. Pero, ¿en qué se diferencia de otros rituales? Se supone que éste funciona como una adicción, aunque como le dice la persona a la que cuenta sus desdichas, todo depende de cómo se mire. ¿Qué tiene de malvado un ritual sexual compulsivo? ¿Lo tiene o no? 
El problema es central en el dialogo que organiza la narración pero pero solo con la primera parte (vista la segunda, reharé esta entrada), no puede responderse. Veamos qué es lo que la película aporta acerca de la génesis del ritual.  Von Trier concede poco a la biografía: es verdad que la madre es fría y en la familia falta amor, pero no parece que sea determinante. La protagonista comienza su proceso de acumulación industrial de cuerpos probándose en un mercado: es un juego de competición primero con una, luego con varias amigas, cargado de connotaciones políticas emancipatorias, un feminismo de la era Madonna, empoderado en una alianza esencial con el capitalismo de consumo. En ese juego, como en todos en los que se compite, la rivalidad se compagina con la integración mutua o, lo que es lo mismo, con la solidaridad. Tras probarse como irresistible, no solo se descubre una potencialidad (la protagonista es guapa) sino que se la convierte, con el ejercicio, en una capacidad, en una cualificación: la utilización del cuerpo, pareja a la manipulación de afectos, se convierten en el centro de la experiencia y en un ejercicio donde pocas veces se pierde.
La frialdad y el daño caracterizaron el primer orgasmo. Con ese goce en la base, la protagonista disfruta del cariño y de la seducción erótica, del cuidador y del cazador (véase el triángulo de amantes con el que se nos caracteriza su libido), pero siempre desde el privilegio del daño y de la soledad. En esa búsqueda constante de la experiencia no hay nada que se aliena, no hay ninguna verdad profunda que se pierde y se distorsiona: se apaciguan los miedos, se adquiere poder, se revaloriza el agente en cada movimiento. El pánico adviene al final: el entrenamiento resulta tan profundo que amor y sexo se han disociado profundamente y ya queda fuera del poder del agente volver a tejerlos. Ahora bien: la protagonista no busca el amor por ninguna verdad trascendente, sino porque le han dicho que contiene un secreto que se escapa a su sexo compulsiva. Fuera de ella la extraña tentación de pensar que los cuerpos que conocen tienen vida. 
Zigmunt Bauman (Vida de consumo) llama puntillista al tiempo de nuestra sociedad de consumidores. Cada acontecimiento se ensaya como una fuente posible y vigorosa de experiencias, como un posible valor de bolsa que nos proveerá de algo importante. Pero los acontecimientos raramente, solo en la mitología romántica del XIX, promueven nada si faltan dos condiciones. La primera esperarlos alerta, estar preparados para cuando vengan. Lo segundo, una vez que arriban, intentar que se concreten, que se desarrollen, que desplieguen sus potencialidades. El cambio compulsivo de experiencias se funda en un cementerio de acontecimientos, señala Bauman, pues estos tienen un alto índice de mortalidad infantil: el consumo y el abandono mata las posibilidades cuando estas no se presentan formadas y definitivas -cosa que no hacen casi nunca. En ese sentido, y se comprende que la protagonista lubrique ante un cadáver, la película puede servir de alegoría filosófica: tratando a los demás como objetos desechables se convierte en heroína de la sociedad de consumo bulímico, de usar y tirar mercancías y sentimientos, que, a decir de algunos analistas, se expande en el conjunto de los planos de la existencia, desde la amistad a la producción intelectual.

Pero veremos cómo resuelve todo esto la segunda parte.  

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Lars Von Trier es un moralista que utiliza con gran provocación la cámara. Me gustan sus películas, como las de Haneke pq. no llegan a las entrañas.

Éste usar y tiarar quizá tenga relación con la precariedad y precarización del trabjo y de la vida, llegando a una subalternidad social inédita.

Como nos relata Vassilis Tsianos / Dimitris Papadopoulos.

http://eipcp.net/transversal/1106/tsianospapadopoulos/es

Gracias JL, un placer leer tus comentarios blogueros.

Mariano
José Luis Moreno Pestaña ha dicho que…
Muchas gracias Mariano, y también por el interesante enlace. Ahora escribo sobre ello, sobre cuerpo y trabajo.

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