¿Podemos establecer vínculos causales entre las
exigencias de ciertas ocupaciones y los trastornos alimentarios? Sí,
rotundamente, sí, en algunos casos. Tales son las conclusiones de un estudio
encargado por la Consejería
de Salud de la Junta
de Andalucía y que se ha realizado con 28 entrevistas y tres grupos de discusión. El equipo de investigación estaba formado por Francisco Manuel Carballo
Rodríguez y el que escribe, con la ayuda de Adriana Razquin, Margarita Huete y Carlos Bruquetas.
Veamos una a una las ocupaciones y describamos los mecánismos que las vinculan con los trastornos alimentarios. La primera de ellas
tiene escasas exigencias técnicas y muy altas estéticas. El trabajo de camarera
en discotecas y pubs suele exigir aspecto físico que atraiga a la clientela y
que focalice su atención. La delgadez suele -suele, es hablar con muchas precauciones, pero hay excepciones- ser un requisito. Dado
que las personas convierten su cuerpo en centro de la vinculación con el
público –cuya atención tratan de captar- la atención corporal puede devenir
mórbida. Además la efusividad en la cultura de la parranda suele ir acompañada
de una alimentación escasa y mala, en ocasiones recurriendo a drogas
(necesarias para mantener efusiva la parranda) que disminuyen el apetito. Los trastornos
alimentarios son habituales, aunque, como suele ser habitual, los reconocen las
personas que han salido de ellos y de semejante ambiente.
El segundo reclama mayor cualificación. Las
vendedoras en las tiendas de moda, sobre toda las de las secciones más
juveniles y las encargadas, suelen reclutarse entre personas muy delgadas. La
apariencia física requiere imbuirse en tallas de ropa muy estrictas, solo al
acceso de personas de complexión muy delgada o que dediquen mucho tiempo y
esfuerzo a modelarse. Además, ciertas casas comerciales impulsan que sus
vendedoras valoricen su capital estético en los lugares de moda, algo que les
otorga a las susodichas la sensación de pertenecer a una elite estética,
normalmente muy mal pagada. En fin, muchas de ellas se consideran un eslabón de
la cadena del mundo de la moda y unas privilegiadas por conocer y utilizar los
modelos que se estilan en las zonas más sofisticadas de Los Ángeles, Tokio,
París o Nueva York. La concentración en el cuerpo resulta constante: comer
poco, realizar mucho deporte y, de manera habitual, recurrir a la cirugía
estética. Debido a que los salarios son tan magros como los prototipos
corporales y a que dichas tiendas carecen de sindicatos (con la excepción de
ciertas cadenas, que los permiten), la tensión entre compañeras incrementa la
concentración corporal y al tendencia a establecer juegos de competencia estética
horizontales (unidos a relaciones de sumisión verticales, con la dirección)
coloniza buena parte de las interacciones: cualquier lugar es bueno para
confrontarse con el juicio del otro mostrando el tamaño del pecho o la planicie
del vientre. Para terminar, las jornadas de trabajo suelen ser muy intensas y
en muchos lugares no se tiene tiempo para comer –ya que los sindicatos se
encuentran proscritos. Las personas comen cuando no pueden más, a veces en los
baños, y no es raro que engullan alimentos muy calóricos. Rápidamente, estos
entran en contradicción con el objetivo de permanecer esbelta y, en fin, se
recurren a purgas. Los trastornos alimentarios, en ese paisaje, son habituales.
La tercera ocupación en la que puede establecerse
un nexo entre las condiciones del empleo y los trastornos alimentarios son
ciertas ocupaciones artísticas. En muchas de ellas, ya desde la universidad, la
exposición corporal de los aspirantes a creadores resulta evidente. Pero lo más
importante es la transformación de ciertos campos artísticos: por ejemplo, en
el flamenco y el canto el grosor, de manera más o menos velada, se encuentra
estigmatizado, con lo cual la competencia técnica requiere ciertos presupuestos
estéticos. En la danza, la “estética de campo de concentración” hace tiempo que
evacuó completamente a personas con un mínimo de corpulencia. Las personas que
no tienen un organismo magro, que no se autocontrolan porque proceden de medios
donde la disciplina alimentaria no existe, suelen recurrir a métodos de purga
no siempre ortodoxos y se instalan en una vigilancia del peso que les impide
desarrollarse en otros planos. Que tengan o no diagnóstico médico importa poco.
La cosa existe, las palabras puede que no. El uso de terapias –que permiten
sobrellevar más o menos el desgaste psicológico- es casi una norma.
En fin, en un medio de clases altas, además, la
delgadez se convierte en condición de la pertenencia al grupo –al menos en las fracciones
más feminizadas y juveniles- y en testimonio de la calidad moral del individuo –alguien
capaz de autocontrol. En fin, esa cultura de clase aparece también entre los
escritores y los profesores universitarios, si bien de manera menos clara. La
belleza puede convertirse también en estigma, y la exhibición de capital estético
encontrarse fuertemente penalizada: los requisitos corporales son completamente
arbitrarios en la enseñanza o en la escritura y pueden despertar sospechas de
colar recursos ilegítimos en el oficio. Aunque en ese medio pueden existir
trastornos alimentarios, la vinculación con las exigencias del puesto no resulta
evidente y procede más de una cultura femenina de clases medias/altas que ha
convertido la corpulencia en símbolo de degradación de estatus.
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