Las repúblicas elementales o el sovietismo jeffersonniano. El republicanismo radical de Hannah Arendt
Sobre la revolución de Hannah Arendt tiene dos temas básicos. Por un lado, evalúa comparativamente las revoluciones, sobre todo, la francesa y la americana. Por otro lado, de manera esquiva, reivindica una democracia consejista, jeffersoniana y sovietista, ahogada por los sistemas de partidos tanto en dictaduras como en regímenes liberales. Quien desee leerlo según los parámetros izquierda/derecha tendrá, o bien que construirse un mapa complejo aceptando que el libro puede encasillarse en distintas posiciones (lo cual quiere decir que la oposición izquierda/derecha no sirve para definirlo), o ignorar una parte del mismo y resaltar otra. Si el sistema de asambleas surgido del 15-M tuviese vigor suficiente, es decir, si los técnicos de la política (liberales, socialistas o anarquistas) no las vacían y las convierte en epítomes de una táctica política (me da igual si electoral, socialista o radical con k), que persigue el verdadero fin (una democracia de competencia de partidos, el socialismo -pero, esta vez, el bueno, sin nada que ver con los anteriores- o la autogestión de todo lo existente incluidas las torres de control de los aeropuertos y la enseñanza de las matemáticas en la educación primaria), si las asambleas sabe defenderse contra sus peligros (las exhibiciones narcisistas y la incultura política) y no acaban perdidas en el caos o en manos de los especialistas, podrían encontrar en esta obra (a ratos difícil y costosa, a ratos brillante y ágil, pero siempre pertinente y nunca gratuita) una fundamentación. Sería una auténtica pena que todo encallara y que, como subraya Arendt, las novedades prácticas --en este caso, de un movimiento asambleario de más de un mes-- quedasen ahogadas por teorías que no están a su altura. Como creo que este libro, por su contenido tanto como por el espíritu con el que está escrito, ayuda a que no ocurra, animo a su lectura.
Veamos primero su análisis de las revoluciones. Arendt considera que la revolución, desde el marxismo (y pese al respeto enorme de Hannah Arendt por Marx), ha sido explicada como la sucesión de un conjunto de fases necesarias. Tales escalas surgieron del análisis de la revolución francesa y suponen la existencia de un centro que elimina a la derecha y a la izquierda para ganar la revolución. Algo que se produjo en Francia de manera fortuita y debido a dos cuestiones. La primera, la situación de miseria de las masas que empujó a la radicalización y a la violencia y no permitió la mínima tranquilidad para fundar instituciones de libertad; la segunda, la estructura política del Antiguo Régimen (los franceses no tuvieron la suerte de enfrentarse a la monarquía constitucional inglesa), basada en la conspiración y el fraude de la corte, y en la cual todo acuerdo escondía un conjunto de artimañas de sujetos que perseguían manipularse mutuamente. Una esfera política degradada no podía oponer ningún brillo moral al atajo de la violencia, es más, paradójicamente, la hacía aparecer sincera. Los bolcheviques interpretaron la violencia y el terror, resultado de un pésimo azar, en un dato inexcusable de las revoluciones y, con estóica conciencia (en la que Arendt, no sin alguna razón, ve las bufonadas trágicas y masoquistas de hombreo que creían poseer la ciencia de las revoluciones), y se aprestaron a practicarlas --la violencia y el terror-- y a padecerlas.
En alguna ocasión, dice Arendt, la calidad de estadista de Lenin se sobrepuso a su doctrinarismo marxista y le permitió ver la realidad. Al declarar que el socialismo eran los soviets más la electricidad, Ulianov reconocía, uno, que el partido no era el dirigente de la revolución, sino los consejos (soviets), dos, que el avance técnico tenía sus propias normas y no podía forzarse políticamente. Para quienes la consideran una contrarrevolucionaria, Arendt deja aquí un guiño divertido, con un sentido del humor delicado y algo pícaro. En realidad, la posición de ese Lenin es la de Arendt para quien, como veremos, el tesoro perdido de las revoluciones es que éstas olvidaron que solo debían ser "soviets más electricidad". Lo mostraremos al final.
Frente a la francesa, se sitúa la revolución victoriosa, la americana, la que no derrapó en la autofagia del terror, y de muy escasa influencia, se lamenta Arendt. En su análisis, Arendt pasa de puntillas por el problema de la esclavitud y por la cuestión india y, en este punto, resulta muy pobre y, si no ignora las condiciones materiales de la democracia (pues sabe que con miseria, la vida política es imposible), el tratamiento que les da es muy insatisfactorio. Sin duda, no es ese el fuerte de Arendt (como tampoco lo es de Foucault) y pedirle lo que no da sólo obceca ante lo mucho que ofrece.
Arendt reivindica, interpreto, dos herencias, una de John Adams (ni una mención a la impresionante Abigail Adams, sin la que no se entiende a su marido) y otra de Thomas Jefferson. La de Adams, antropológica, consiste en la reivindicación de la felicidad como participación en la esfera pública, como pasión por la distinción y la superación en un campo político abierto, cuya fuente es la perseguir la estima de tus conciudadanos. Frente a la felicidad como retiro, recuerdo de la beatitud tomista como contemplación de Dios, la felicidad, socrática y plebeya, como acción: mi visión de un paraíso, consiste en los amigos con los que discutí, decía un Sócrates irónico y sanamente materialista, y si pudiera estar también Homero, a quien no conocí, mejor. Podría decirse en términos de las Cadenas de rituales de interacción de Randall Collins, pero me ahorraré la pedantería universitaria.
La herencia de Jefferson consistió en proponer espacios institucionales que permitieran el ejercicio del poder. Y, ¿qué es el poder? Ningún monstruo frío, sino el compromiso cálido con el otro (el resto no es poder político, es administración de las cosas o manipulación comercial de conciencias). El poder según Arendt es, nada más y nada menos que la capacidad de ligarse a otros mediante promesas y acuerdos. Esa capacidad, ejercitada, entrena y desarrolla una libido por el poder que es la antítesis del carrerismo político. En esa disposición se talló el origen de la revolución y, para que ese origen se convierta en principio de la vida política, para que la revolución se conserve, debe ser reactualizado continuamente. Un sistema de distritos, pensó Jefferson, permitiría un ejercicio constante y local del poder, descentralizaria la actividad todo lo posible y, de ese modo, permitirían al ciudadano convertir el impulso revolucionario en guía de su actividad. Eran las repúblicas elementales, base consejista de una gran república que conservaria solo aquello que no se pudiese descentralizar. La democracia americana traicionó ese proyecto y se concentró en domesticar a las masas mediante el aumento del bienestar, mientras que los partidos revolucionarios modernos, creyendo que todo se juega en lo económico, desmovilizaron a las masas y, cuando no, las reprimieron para que no estorbasen a la vanguardia mientras imponía los métodos científicos de logro de la felicidad colectiva. Y, sin embargo, explica Arendt, se equivocaron porque los soviets y los consejos mostraron, con su impresionante caudal popular, que muchos trabajadores y campesinos también consideraban, como John Adams, que solo la participación política saca a la vida de la oscuridad y le permite iluminarse por el respeto de sus compatriotas. La electricidad para la técnica y los expertos; pero la política, insiste Arendt, es el ejercicio conflictivo de la libertad y para ello, se necesitan distritos, soviets, consejos. Un trabajador joven lo decía en una asamblea de Sevilla. Transcribo textual: "Quiero que haya un sitio para que, cuando yo tenga una idea, aunque solo sea una vez, pueda comunicarla y me escuchen".
Creo que no lo sabía, pero Hannah Arendt podría haber sido su pensadora. ¡Viva el 15-M!
(Para la versión reducida publicada en La Voz pinchar aquí)
Arendt reivindica, interpreto, dos herencias, una de John Adams (ni una mención a la impresionante Abigail Adams, sin la que no se entiende a su marido) y otra de Thomas Jefferson. La de Adams, antropológica, consiste en la reivindicación de la felicidad como participación en la esfera pública, como pasión por la distinción y la superación en un campo político abierto, cuya fuente es la perseguir la estima de tus conciudadanos. Frente a la felicidad como retiro, recuerdo de la beatitud tomista como contemplación de Dios, la felicidad, socrática y plebeya, como acción: mi visión de un paraíso, consiste en los amigos con los que discutí, decía un Sócrates irónico y sanamente materialista, y si pudiera estar también Homero, a quien no conocí, mejor. Podría decirse en términos de las Cadenas de rituales de interacción de Randall Collins, pero me ahorraré la pedantería universitaria.
La herencia de Jefferson consistió en proponer espacios institucionales que permitieran el ejercicio del poder. Y, ¿qué es el poder? Ningún monstruo frío, sino el compromiso cálido con el otro (el resto no es poder político, es administración de las cosas o manipulación comercial de conciencias). El poder según Arendt es, nada más y nada menos que la capacidad de ligarse a otros mediante promesas y acuerdos. Esa capacidad, ejercitada, entrena y desarrolla una libido por el poder que es la antítesis del carrerismo político. En esa disposición se talló el origen de la revolución y, para que ese origen se convierta en principio de la vida política, para que la revolución se conserve, debe ser reactualizado continuamente. Un sistema de distritos, pensó Jefferson, permitiría un ejercicio constante y local del poder, descentralizaria la actividad todo lo posible y, de ese modo, permitirían al ciudadano convertir el impulso revolucionario en guía de su actividad. Eran las repúblicas elementales, base consejista de una gran república que conservaria solo aquello que no se pudiese descentralizar. La democracia americana traicionó ese proyecto y se concentró en domesticar a las masas mediante el aumento del bienestar, mientras que los partidos revolucionarios modernos, creyendo que todo se juega en lo económico, desmovilizaron a las masas y, cuando no, las reprimieron para que no estorbasen a la vanguardia mientras imponía los métodos científicos de logro de la felicidad colectiva. Y, sin embargo, explica Arendt, se equivocaron porque los soviets y los consejos mostraron, con su impresionante caudal popular, que muchos trabajadores y campesinos también consideraban, como John Adams, que solo la participación política saca a la vida de la oscuridad y le permite iluminarse por el respeto de sus compatriotas. La electricidad para la técnica y los expertos; pero la política, insiste Arendt, es el ejercicio conflictivo de la libertad y para ello, se necesitan distritos, soviets, consejos. Un trabajador joven lo decía en una asamblea de Sevilla. Transcribo textual: "Quiero que haya un sitio para que, cuando yo tenga una idea, aunque solo sea una vez, pueda comunicarla y me escuchen".
Creo que no lo sabía, pero Hannah Arendt podría haber sido su pensadora. ¡Viva el 15-M!
(Para la versión reducida publicada en La Voz pinchar aquí)
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